A diferencia de algunos seres humanos que ya parecen viejos incluso
antes de nacer, el autor llegó a este perro mundo adoptando la
apariencia de un ser recién nacido en un precioso pueblo sevillano, en
el que normalmente hace mucho calor por lo que es conocido como «la
sartén de Andalucía», a orillas del río Genil; por motivos familiares
vivió allí tan solo sus primeros cuatro años, pero fueron suficientes
para deshidratarse un par de veces, que hubieran podido ser algunas más
si no fuera porque sus padres, y con ellos su numerosa prole, se
trasladaron a vivir a una lejana, grande y bonita ciudad a orillas del
río Turia que es la tierra de las flores, de la luz y del amor, en la
que sus mujeres todas tienen de las rosas el color.
A lo largo de su vida ha tenido que renacer varias veces por razones que
no vienen ahora a cuento porque alargarían en demasía este, por fuerza,
escueto y rápido resumen existencial; una de las primeras y más sentidas
fue cuando su padre se subió a la barca de Caronte para cruzar el río
Aqueronte en su camino hacia el inframundo; tras el sepelio del cabeza de
familia, se trasladaron a otra ciudad, más grande si cabe todavía, a
orillas del río Manzanares, que es la cuna del requiebro y del chotis y
en la que en México, no te sabría decir por qué, «se piensa mucho en
ti», empezando lo que sería un correcalles de once años por distintos
orfanatos e instituciones, incluyendo dos en un pueblo gallego a orillas
del río Sar, ¡Oh tierra, antes y ahora, siempre fecunda y bella!,
gastronómicamente reconocido porque algunos de sus pimientos pican y
otros non, hasta desembocar, por razones solo achacables a su juventud,
divino tesoro, y falta de criterio, en la universidad; como era de
esperar, dados sus antecedentes, el idilio complutense no cuajó y la
abandonó apenas acabado el primer cuatrimestre; no encontrando en ella
las apacibles y cristalinas aguas en las que soñaba navegar, su relación
no llegó a buen puerto.
Una amistad adolescente con personas de pensamiento radicalmente
diferente al suyo le influyó para truncar su supuestamente sólida
vocación militar y, en contra del ferviente deseo familiar, se
matriculó, para sorpresa de propios y extraños, en la facultad de
Filosofía y Letras, hasta que se percató de que ni la una ni las otras
eran de su incumbencia; frustrado por su falta de acierto, intentó con
todas sus fuerzas formar parte de la milicia en una inmortal ciudad
aragonesa a orillas del río Ebro, caudalosa corriente de agua que
misteriosamente guarda silencio al pasar por el Pilar porque la Virgen
está dormida y no la quiere despertar, pero tampoco esta vez hubo
entendimiento, viéndose forzado a buscar su obligado y personal futuro
en cualquier otra cuenca fluvial, la primera que le saliera al paso y le permitiera
proseguir viaje; de este
modo, tras abandonar por
voluntad propia la rígida nave militar, probó a sentar la cabeza
programando complicados ordenadores en el recién creado departamento de
informática de un moderno banco, justo en la orilla opuesta de sus
sueños juveniles.
En general los bancos resultan incómodos para sentar la cabeza pero, al
tenerla tan dura, aguantó allí tres quinquenios consecutivos intentando
convertirse en un bancario de provecho, algo que tampoco consiguió
porque, a medio camino, a su naturaleza de carácter inconformista, le
apeteció alejarse del despiadado mundo de las finanzas para plantar la
esquiva semilla de la fortuna en otros campos productivos que se
perfilaron inesperadamente en el horizonte como posible respuesta a sus
inquietudes.
Tras un vertiginoso paso por la consultoría de organización, un
inesperado golpe de timón propició que su nave desembocase en el
complejo mundo de las telecomunicaciones, pasando los siguientes años
encerrado entre las cuatro paredes de amplios despachos que casi siempre
estaban comunicando; aquél nuevo mundo tampoco parecía ser el suyo,
aparentemente todo iba como la seda pero nuestro autor fue haciéndose
mayor sin darse cuenta de su precoz envejecimiento hasta que, a la
provecta edad de 52 años, sus despiadados cómitres decidieron que la
empresa no era lugar para viejos; le pidieron que colgase la corbata,
cosa que hizo con gusto porque le apretaba el cuello, devolviera todo
lo que no fuera suyo, lo cual hizo sin apenarse por la pérdida gracias a
su escaso apego por lo material, y se retirase a descansar del mundanal
ruido a orillas de algún río menos caudaloso y exigente; ¿dónde vas a
navegar mejor que en tu casa, eligiendo tu propio rumbo sin tener que
darle cuentas a nadie? le sugirieron, los muy cabrones, un viernes a
última hora de la mañana antes de ponerlo de patitas en la calle sin
contemplaciones.
De forma tan imprevista como poco honorable acabó en insospechado
naufragio la larga singladura de su azarosa vida laboral, zambulléndose
de lleno en la orilla de las oscuras y procelosas aguas de una siniestra
oficina del paro, merced a un masivo expediente de regulación de empleo;
sin venirse abajo, agradecido a la suerte, desde entonces pasa sus
temporadas de asueto, que son las más del año, disfrutando ampliamente
del cálido sol, la hermosa costa, la huerta feraz y los buenos alimentos en una antigua y
luminosa ciudad mediterránea, capital comarcal, cuyo territorio es
modestamente regado por los ríos Alberca, Girona y Racons, bajo la
imponente sombra protectora del macizo del Montgó, o viajando por el
mundo para visitar a sus hijos y nietos que fluyen sus propias vidas en
los márgenes de lejanos ríos, como puedan ser el Trinity, el Hikichi o
el Aniene; el resto del tiempo discurre plácidamente en su domicilio
fiscal a orillas del Manzanares, sin terminar de saber lo que es canela
fina ni armar la tremolina, procurando navegar desapercibido, libre de
ataduras, en silencio, sin molestar ni que lo molesten.
Mientras aguarda, sin mostrar prisa alguna, la hora suprema de afrontar
su inevitable desembarco final en la mar, salpimienta su existencia
entregado a múltiples aficiones de todo tipo, entre las que escribir,
correr y viajar sin duda ocupan lugares preferentes, sin desmerecer
otras muchas actividades complementarias con las que enreda y se
entretiene mientras pasa el rato.
Como nuevo miembro de la temida, quizás por desconocida, tercera edad,
ya que el tiempo no perdona y pasa para todos, también acude al
consultorio médico cuando se precisa y los achaques lo requieren, aunque
de momento y por fortuna no lo está necesitando ni es algo que eche de
menos, aunque tampoco podría ir a consulta de precisarlo porque la
sanidad pública no está para nada ni para nadie desde que se declaró la
pandemia del coronavirus, enfermedad que tuvo la mala suerte de contraer
a pesar de estar tres veces vacunado.
Por dicha o por desgracia rondo ya los setenta años y soy plenamente
consciente de que tarde o temprano los inevitables achaques acabarán
saliendo a mi encuentro, presentándome factura y preparándome a poquitos
para iniciar mi propio viaje al más allá donde quiera que esté; no los
temo especialmente y les diría aquí os espero comiendo un huevo si no
fuera porque últimamente los huevos me sientan fatal, serán cosas de la
edad.
Como escribió magistralmente el poeta y hombre de armas castellano Jorge
Manrique: «Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es
el morir: allí van los señoríos, derechos a se acabar y consumir; allí
los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos; y llegados, son
iguales los que viven por sus manos y los ricos». |